domingo, 25 de agosto de 2013

Desgaste.

Todos nos hemos sentido desgastados alguna vez: cansados, desesperanzados, desanimados... Tanto que ni siquiera nos apetece hacer aquello que más nos gusta.
Y entonces sentimos miedo, pánico, al preguntarnos si tal vez será que algo nos advierte que ya no valemos para eso, que hemos sufrido una jubilación anticipada y totalmente involuntaria.

Intentamos agarrarnos con todas nuestras fuerzas a la idea, al momento o al deseo que en su día nos dio alas para imaginarnos como los mejores en esa afición que, sin comerlo ni beberlo, se ha convertido en otro órgano vital de nuestro cuerpo; un órgano capaz de desconectarnos del mundo solamente para reanimarnos, de sacarnos de nuestra propia prisión interna solo para que podamos seguir respirando.

Y nos atemorizamos al vernos intentándolo de nuevo y estrellándonos, hundiéndonos atrapados en nuestro propio Titanic al chocar con el inmenso iceberg de la inseguridad y dudas, sin saber que en ese mundo al que nos transporta aquello que más nos gusta hacer, no existe el hoy ni el ayer porque el tiempo no es relevante. No dejamos de ser nosotros, no importan los cambios en nuestra vida ni las opiniones ajenas. Y no importan porque el lugar al que nos transportamos es solamente nuestro, y por mucho que crezcamos o creamos haber cambiado, nunca desaparecerá.